Editorial
*Por Hugo Delgado
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La Señora lo mencionó como al pasar, solo una anécdota más de su vida que, en definitiva pretendía mostrar que “ella también es un ser humano” y “sufrió como todos los argentinos” lo que fue la dictadura militar y sus atrocidades.
La Señora explicó, como si hiciera falta, que durante la dictadura ella trabajaba en “El Canal de la Marina” y que habían secuestrado a su sobrina y su novio. Que ella intercedió ante un general y que “la soltaron porque era la sobrina de Mirtha”, “del chico no supimos nada, aunque fue muy torturado”.
La realidad es que no solo las palabras nos condenan, también nos condena nuestro silencio.
La Señora, en su absurdo resto de dignidad, se niega a mentir y entonces no dice que ella jamás pidió por la pareja de su sobrina (lo omite, que es una forma de afirmarlo).
Pero, no obstante, en las pocas cosas que dice habla en demasía. Por ejemplo dice que no supieron nada del Rulo Panebianco (aunque no lo nombra, quitándole la identidad como hicieron sus jefes de la dictadura) pero en la misma frase afirma que “fue muy torturado”. ¿Sabía o no sabía?
Evidentemente la Señora sabía. Sabía y no le importaba (en el mejor de los casos) o simpatizaba con los torturadores - desaparecedores para los que trabajaba en el más aberrante.
Lo real de todo esto es que estas escuetas palabras sirven, vaya el poder de estas, para derrumbar un viejo mito construido por la mentira de quienes fueron cómplices y de quienes quisieron creer en esos cómplices: “No se sabía lo que estaba pasando en el país”.
Desde el retorno de la democracia quienes tuvieron una importante responsabilidad en, al menos esconder lo que pasaba en el país en aquellos años negros se empeñaron en jurar y perjurar que “no se sabía nada de lo que pasaba”.
Desde las más altas esferas de los medios que lucraron con ese silencio de la masacre que se estaba cometiendo, hasta aquellos que fueron cómplices convencidos y que denunciaban “las campañas antiargentinas que se realizaban en el exterior”.
Desde los periodistas que cobraban jugosos sueldos y delataban a sus compañeros “que andaban en algo” hasta aquellos que por cobardía cerraban los ojos y “hacían como que no pasaba nada”.
Durante años he señalado una y otra vez que era imposible tamaña ignorancia esgrimida por quienes fueron comparsa y actores no tan secundarios de la fiesta de las capuchas y las picanas.
Era imposible ignorar lo que pasaba cuando las redacciones se veían iluminadas por la tarea gigantesca del gran Rodolfo Walsh y su Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) que daba cuenta casi periódicamente de las atrocidades cometidas por los militares.
Y es larga la lista de cómplices, muy larga, y no se trata aquí de revanchismo. Se trata lisa y llanamente de comenzar a llamar las cosas por su nombre.
Las madres, esas inmensas y queridas viejas patearon el avispero y realizaron un juicio popular a los periodistas cómplices de la dictadura que “escandalizó” a la corporación mediática y sus paladines de la libertad de expresión.
¿Libertad de expresión de quién?
Es que en la Argentina de hoy existe un sector claramente identificado que se preocupa por la existencia de una libertad de expresión que se encuentre tutelada por el poder económico y entonces cuando este maravilloso milagro ocurre ponen el grito en el cielo.
¿Cómo alguien va a expresarse libremente sin que una empresa de comunicación lo autorice? ¿Cómo alguien va a atreverse a cuestionar el rol que jugaron los periodistas en el país cuando su gobierno masacraba a la gente?
La realidad es que desde su victimización los medios y los periodistas no hacen otra cosa que tratar de esconder el canallesco papel que jugaron en esos años.
Silenciando a las mayorías perseguidas y asesinadas; delatando a sus compañeros; justificando la barbarie.
Claro, como corresponde, ni bien cambió es status quo estos especialistas en vaciar a las palabras de contenido comenzaron a declamar grandilocuentemente para no decir nada, pero por sobre todo para ocultar sus responsabilidades.
Curiosamente casi treinta años después de la vuelta formal a la democracia la Señora, la Diva de los mediodías, con unas pocas palabras destruyó el mito construido pacientemente por décadas con toneladas de letras.
Ellos sabían.
Ellos callaban.
Ellos escondían.
Ellos fueron cómplices.
Ellos fueron parte.
Queda en nosotros, ahora, la responsabilidad de mostrar claramente que no todo fue igual, que el casi centenar de periodistas no desapareció en vano y que sus delatores recibirán el castigo que merecen.