Editorial
*Por Hugo Delgado
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(12/02) Cuando era chico una profesora de historia me explicó que los próceres no eran perfectos, brillantes, impolutos como nos los representaban los libros y que esta imagen se usaba para convencer al pueblo, cada uno de nosotros, ciudadanos de a pie, que no cualquiera puede ser un libertador o un gran estadista.
También me explicó que era una delicada forma de la clase dominante de explicarle de antemano al “populacho” que jamás tendría oportunidad si pretendía torcer la historia.
En pleno siglo XXI (¿quién lo diría, no?) Parece ser que esa idea se ha comenzado a aplicar también a los apellidos.
Un López; un Pérez; Un Fernández no es aceptado por el establishment como capaz de ocupar un “sillón de privilegio”.
Así, los muchachos dorados buscan algún que otro rebusqué para camuflar su procedencia plebeya.
Entre los maduritos Ricardo López lo solucionó con el simple trámite de agregarle el apellido materno, el británico Murphy. Tanto así que muchos escribas llegaron a considerarlo un Murphi a secas, cuando en realidad si de ahorrar un apellido se trata debe nombrarse al ciudadano por el primero de ellos, es decir, no es L. Murphy sino López M..
Las nuevas generaciones son aún más audaces. Tanto que Hernán Pérez decidió ser lisa y llanamente Martín Redrado desconociendo su primeros nombre y apellido cuan si fuera un escritor.
Curiosamente ningún medio lo comentó hasta el escándalo de su atornillamiento al Central (y de hecho ninguno de los medios que responden al poder económico lo hizo tampoco luego). No solo eso, Clarín durante el conflicto nombraba insistente a Carlos Pérez como el integrante del directorio más fiel a los lineamientos de “Redrado” sin mencionar que se trata nada menos que de su propio hermano (¿un pequeño olvido?).
Lo cierto es que pareciera que entrados en el Siglo XXI los sectores de poder están dispuestos a generar la convicción en el subconsciente colectivo de que para llegar a ser un hombre de decisión en el ámbito económico de debe renunciar a cualquier vestigio de origen popular.
¿Será ese otro de los motivos por los que no se acepta a Cristina Fernández?
A propósito de estos tristes artilugios de los empleados de lujo del poder podemos comenzar a imaginar a que recursos hecharán mano en el futuro para disimular su origen del vulgo.
Así por caso, un tal Pedro Norberto López Martínez seguramente sucumbirá ante el deleite de adoptar un nombre artístico (a un alias en este caso, ya que nada de artístico tiene ser sirviente de lujo de la oligarquía) como William Shakespeare o Winston Churchill.
Este será el último escalón para deshumanizar a los sirvientes del capital, la última estación de despojo sentimientos para los verdugos de las mayorías al servicio de las minorías explotadoras ya que en ese momento no poseerán siquiera el débil estigio de un nombre que lo vincule con personas de carne y hueso (y tal vez hasta trabajadoras).
Así, si el señor López Martínez del ejemplo llegara por caso al Banco Central podrá poner a toda su familia en el Directorio, todos ellos con distintos apellidos de ficción que hagan ver que es un líder carismático seguido fielmente por sus pares y no una asociación más o menos ilícita conformada por los hermanos (y porque no padres e hijos).