Opinión

Nostalgias
*Por Ricardo Forster


Mientras se van silenciando las menguadas cacerolas empuñadas por un sobredimensionado sector de la clase media porteña que intentó rememorar el ruido atronador de algunas míticas jornadas de diciembre de 2001, desde las usinas mediáticas se sigue insistiendo con la retórica de la catástrofe y la cercanía, ahora sí, ¡por fin!, de un Apocalipsis económico tantas veces anunciado.

Agoreros de profecías que se quieren autocumplidas intentan instalar, bajo la forma de la certeza y de la impunidad mediática, la llegada a nuestras costas del “Gran fracaso”. Portadores de una absoluta impunidad discursiva y carentes de cualquier espíritu autocrítico se dedican a propalar, con entusiasmo, la llegada del “fin de los tiempos” que, para su devoción religiosa neoliberal, supone la caída del “experimento estatista y clientelar” desarrollado durante nueve largos años por el kirchnerismo.

Haciendo que miran hacia otro lado se desentienden de la brutal crisis que hoy recorre las economías europeas, una crisis a la que han contribuido decisivamente, como entre nosotros en los años noventa, los planes de ajuste moldeados desde la más pura dogmática del libre mercado y de la “valorización financiera”, baluartes estructurales de un modelo que rescata a los causantes de la crisis (los bancos y las aseguradoras) y castiga a los más débiles de la sociedad en nombre de la “salud de las cuentas públicas”. De Grecia a España, pasando por Irlanda e Italia, el laboratorio neoliberal sigue experimentando con la vida, la salud, la educación, el trabajo y las jubilaciones de millones y millones de ciudadanos que van siendo esquilmados y rapiñados en sus ingresos y en sus derechos.

De la actual oscuridad europea nuestros sesudos analistas, los mismos que ocuparon la totalidad de la escena mediática durante la convertibilidad, creen poder extraer los instrumentos para devolverle al país su “confiabilidad”. Son, al decir de Paul Krugman, sadomonetaristas fijados en conceptos fetiches del neoliberalismo con los que suelen llenar sus crónicas apabullando a sus afiebrados lectores: “metas de inflación”, “equilibrio fiscal”, “ajuste en el gasto público”, “tasas de interés sostenidas”, “salir al mercado de capitales” y, por sobre todas las cosas, el fetiche de los fetiches extraído de los lejanos orígenes del laissez faire, “libertad de mercado” (¿qué diría Adam Smith del uso a destajo de su concepción por quienes no han dejado de intervenir discrecionalmente en los mercados y en las legislaciones para defender sus intereses en detrimento del bien común?). Traducido a nuestro idioma esto significa: devaluación (generadora inmediata de una colosal transferencia de recursos hacia los sectores corporativos), endeudamiento al regresar con avidez al mercado de capitales previo paso por su sistemática fuga hacia diversos paraísos fiscales, eliminación del sistema de paritarias y tendencia a la baja de los salarios, aumento de tarifas y recorte en lo que consideran “gasto social”. Algo confundidos alucinan con repetir las protestas del 2008 logrando, de nuevo, conjugar las cacerolas de la clase media indignada por los controles a la compra de moneda extranjera y la bronca de la Mesa de Enlace ante el revalúo fiscal de las tierras en la provincia de Buenos Aires. A ese cóctel, que consideran explosivo y portador de “heroicas” rebeldías, le agregan, para darle el sabor justo, el bombardeo mediático.

Entusiasmados por la nueva “dama de hierro”, la muy germana Angela Merkel (para algunos el retorno de la voluntad hegemónica de una Alemania derrotada en la Segunda Guerra Mundial), y recordando con cierta nostalgia las épocas del arrollador neoconservadurismo de Margaret Thatcher, nuestros virtuosos republicanos de derecha (aunque algunos de ellos se siguen vistiendo con trajes “progresistas” y se dediquen, stand up mediante, al vodevil político que tanto divierte a los televidentes domingueros) apuestan contra un proyecto que, con osadía y a contrapelo de la ideología dominante, inició una profunda transformación del modelo de acumulación hegemónico y dominante en la Argentina desde Martínez de Hoz. Ellos, aunque no lo digan por que hoy no rinde frutos y no por pudor, añoran esos tiempos en los que el gran capital, local y extranjero, se convirtió en el gran vencedor avanzando, como señaló con agudeza Eduardo Basualdo, en una política de brutal “revanchismo social” que se dedicó con particular desparpajo a desmontar lo que quedaba del Estado de Bienestar y a quebrarle el espinazo a la memoria del igualitarismo argentino cercenando impúdicamente cuanto derecho social y laboral encontraron en su camino depredador.

Recién en diciembre de 2001, y más allá de lo que reclamaban algunos caceroleros que sólo pedían que les devolviesen sus dólares, comenzó a derrumbarse la más ignominiosa de las alquimias iniciadas por la dictadura y ampliada, en el plano económico, por el menemismo (previa capitulación del alfonsinismo ante los poderes del gran capital, para no mencionar la capitulación, desde el inicio y sin presentar combate, de la fallida experiencia de la Alianza con De la Rúa a la cabeza). Lo que no imaginaban, ni en sus peores pesadillas, es que un gobierno débil y supuestamente condicionado como lo era el de Néstor Kirchner llegaría a desafiar del modo como lo hizo al poder real detrás de la escena política. Tampoco podían predecir que todos sus intentos de horadación y de condicionamiento acabarían por fortalecer la apuesta transformadora al encontrarse, por primera vez en décadas, con un gobierno que lejos de retroceder ante los embates de las grandes corporaciones económico-mediáticas, fue doblando la apuesta e impulsando una mayor profundización del proyecto (el camino que va del desendeudamiento, el rechazo al ALCA y la cancelación de la deuda con el FMI, pasando por la recuperación de derechos sociales, a la reestatización del sistema jubilatorio hasta llegar a la reforma de la carta orgánica del Banco Central y la expropiación de YPF nos ahorra más comentarios). El grito histérico de algunos caceroleros nostálgicos de otras épocas se corresponde con lo que está cambiando en el país. Ellos lo saben y se desesperan al ver nuevamente cerrada la vía electoral (esa misma que creyeron abierta en junio del 2009). Gritos y susurros en las noches otoñales de quienes ven con horror el retorno, bajo nuevas condiciones, de una tradición igualitarista y democrática.

Un deseo profundo y visceral recorre a ciertos escribas del poder corporativo; un deseo que se correspondió, mientras duró, con la amenaza imaginaria de miles y miles de “buenos y democráticos vecinos” derramándose por las calles de una ciudad que volvería a hacer saltar por los aires al sistema político para llevarse puesta la ignominia autoritaria del populismo. Nada de eso sucedió. Apenas el intento fallido de transformar a una escuálida representación del cuentapropismo moral, ese que se desespera por adquirir su máximo objeto fetichista –el dólar–, en la voz virtuosa y republicana de la “mayoría silenciosa”, esa misma a la que siempre hace referencias la derecha cuando descubre que entre sus ansias de gobernar y la respuesta electoral de la ciudadanía media un abismo insalvable. Cuando los votos les son esquivos, cuando las multitudes populares expresan su propia tradición política, lo que regresa, siempre, es la descalificación bajo las múltiples metáforas que han ido construyendo con énfasis racista, a lo largo de nuestra historia, del “aluvión zoológico” al “clientelismo del choripán y los planes sociales”.

Un énfasis que intenta disfrazarse de crítica “republicana” contra un poder “autoritario” que amenaza, eso gritan a los cuatro vientos, con devastar nuestras instituciones destruyendo al mismo tiempo seguridad jurídica y garantías constitucionales. Para ese “cuentapropismo moral” lo que vale es el sacrosanto derecho individual a usar libremente el dinero sin establecer ninguna relación entre sus necesidades y las del conjunto de la sociedad. En su trabajosa y refinada concepción del mundo todo parece girar, con cierto ritmo hipnótico, alrededor de su ombligo. Tomarse el trabajo de mirar por encima del hombro, alejarse un poco de su autorreferencialidad, para descubrir que hay algo más trascendente que su propio egoísmo no parece ser una inclinación natural para ese sector de la clase media que añora los tiempos en los que la moneda estadounidense se había instalado, como santo y seña de la vida verdadera de los argentinos, en una Buenos Aires que insistía con parecerse a la Meca soñada a la que, al menos una vez en la vida, hay que peregrinar: Miami. Sorprendido y resentido no alcanza a comprender que nada es eterno en el movimiento de la historia. Su medianía intelectual y su provincianismo pedestre le impiden descubrir que algo importante está aconteciendo en el capitalismo central y que su máximo objeto de deseo ya no representa la hegemonía incuestionable del país de Washington.

Fascinada por el espejo de falsedades que cotidianamente le ofrecen los “periodistas estrella” que ocupan pantallas, radios y rotativas, nuestra clase con mayúsculas, esa tan arquetípica, no hace otra cosa que congratularse ante lo que imagina como el colapso del populismo. Sin siquiera percibirlo trata de hacer lo posible para que, una vez más, la despierten brutalmente de su sueño primermundista arrojándola al páramo del desastre nacional. Su memoria es un hueco por el que todo recuerdo del pasado aciago se pierde en el abismo más oscuro. La repetición está a la altura de su estrechez analítica. Masoquista infatigable, busca, esa “clase sin clase”, con reiteración malsana y apabullante, a aquellos que se dedicaron, con sadismo sin par, a demoler, uno tras otro, sus viejos anhelos forjados por los abuelos inmigrantes que llegaron a estas playas persiguiendo sueños de abundancia.

El autoelogio y la proclama de un virtuosismo autóctono han sido, desde antaño, características del buen demócrata argentino, ese mismo que, cuando la salud de la República lo exigía, no tuvo empacho en adaptarse a cuanto golpismo se sucedió a lo largo de más de medio siglo. En un extraño y alocado zigzagueo fue pasando del elogio a “los salvadores de la patria”, esa genealogía de generales dispuestos a realizar el sueño alucinado del Lugones de “la hora de la espada”, a la impunidad de quienes nunca dejaron de bañarse en las aguas puras del virtuosismo democrático una vez carcomida la aventura dictatorial. Oscilaron entre el culto a la autoridad y el festejo de las libertades sin detenerse, en ninguno de los casos, a meditar por el sentido de sus inclinaciones. Fascinados se descubrieron asiduos concurrentes a distintas Plazas. Tal vez este sea el tiempo para abandonar carcomidas nostalgias y despertarse de ese largo sueño en el que alucinó con mimetizarse con los antiguos y actuales “dueños de la riqueza”. Salir de la autocontemplación conmiserativa para descubrir ese otro país que sigue insistiendo en su empecinada búsqueda de una sociedad más justa. Quizás, estimado lector, sea esta la más ingenua de las ilusiones a la hora de interrogarnos por las nostalgias de quienes sacando nuevamente sus abolladas cacerolas, las que suelen utilizar sus empleadas para cocinar, salieron de sus casas y departamentos de los barrios acomodados para manifestar su inagotable rencor predemocrático, ese mismo que los lleva, de la mano de los grandes medios de comunicación, a proferir los mayores insultos pero amparados por su condición de “buenos y virtuosos vecinos” de una ciudad indignada ante las tropelías populistas.

 
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