Ni siquiera una alegría

*Por Hugo Delgado

Murió Videla, dice lacónico el titular que emerge de la máquina que titula en la cabeza cada noticia.

En mi cabeza.

No dice ¡Qué bueno, murió ese hijo de puta!

Ni siquiera permite un esbozo de sonrisa.

Murió Videla.

Y automáticamente la cabeza, que tiene esa jodida costumbre de analizar todo lo que pasa y deja de pasar se pone trabajar en la apatía.

¿Por qué no me llena de felicidad la muerte de este ícono de la hijaputez?

Busco una respuesta que explique esa anormalidad, esa anomalía en mi reacción. Debo alegrarme cuando tamaña basura deja de respirar.

¿Qué es lo que me pasa?

Quizás , digo, buscando los vericuetos difusos de mi propia psiquis se trate de una reacción lógica.

Es cierto que la alegría e inundaba, hace años, cuando moría uno de estos sub humanos aberrantes, pero es cierto también que había otros aditamentos a esa alegría.

Hasta hace no mucho el destino de esta jauría de genocidas era la pensión militar y la administración/explotación de los dineros rapiñados en los años infames hasta que la muerte, impunes, los alcanzara mientras sus víctimas, en algunos casos indirectas como los familiares de sus víctimas, envejecían en la lucha por un poco de justicia.

Tal vez ese fuera el motivo de tanta alegría cuando uno de ellos moría.

Sin embargo de un tiempo a esta parte, la noción respecto a este tema es distinta.

Hoy, afortunadamente, vivimos en un sistema que juzga, aún muchos años después, es cierto, a los responsables de los crímenes aberrantes, los que al ser considerados de lesa humanidad no prescriben y quienes los cometieron saben que inexorablemente les va a llegar el turno.

Ante esta realidad, nueva, verdaderamente esperanzadora para aquellos que creemos en una sociedad justa, donde todos los seres humanos sean iguales ante la ley, la alegría ante la muerte de un protagonista de aquellos tiempos aciagos ya no existe.

Hoy mi deseo es que esos inmundos seres vivan muchos años, para que puedan palpar, desde su prisión, el desprecio profundo que generan en una sociedad sana, democráticamente saludable.

Quizás sea por eso, entonces, que la muerte de Jorge Rafael Videla, ícono de la dictadura cívico militar conocida como “Proceso de reorganización nacional” no provoca felicidad alguna, sino más bien una suerte de regusto amargo en la boca.

Es que honestamente debo reconocer que esperaba que pasara muchos años más cumpliendo prisión.

A lo mejor, si esto ocurría, alguna vez se decidía a hablar, a decir donde están los archivos de sus acciones criminales; los nombres de todos sus socios civiles y desde luego el destino de cada desaparecido y cada niños robado y entregado en falsa adopción.

Murió Videla.

La frase, que parece muy breve, casi ascética, envuelve no obstante una infinita riqueza de matices.

Ese par de palabras desnudas de adjetivos innecesarios, de reclamos estériles, demuestran que indudablemente hay cosas cambiando, que ya cambiaron en la República Argentina.

No es necesario pontificar sobre las aberraciones del muerto.

Murió un criminal; alguien a quien la justicia había puesto los puntos correspondientes.

No murió en libertad; no murió impune; no murió disfrutando el retiro soñado.

Quienes lo sobrevivimos sabemos que murió consciente del repudio generalizado de una sociedad que desprecia el tipo de accionar que encarnó.

Murió vencido, derrotado, abatido. Murió como tenía que morir, reo de sus muchos crímenes contra la humanidad toda.

Murió Videla.

Hoy el planeta está un poco más limpio.

 
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