La llama del fuego mapuche

*Por Cristian Alarcón


Un ataque incendiario, que causó la muerte de un matrimonio descendiente de suizos, en la zona rural de La Araucanía en Chile, a su vez familiares de un carabinero que mató por la espalda a un joven mapuche hace tres años, provoca esta situación: una manifestación de la clase alta y un mapuche detenido. Otra historia que demuestra las claras intenciones del gobierno de Piñera con la comunidad mapuche: militarizar la zona y quedarse con sus tierras.

Era comienzos de enero y con mis amigos avanzábamos hacia Puerto Montt por la carretera austral de Chile a encontrarnos con otros que estarían a una hora señalada en el mercado de Angelmó. Poco antes de llegar a la ciudad tuvimos que frenar por un corte de ruta. Eran nuestros primeros días de vacaciones y la noticia nos parecía una tragedia: no podíamos tener tanta mala suerte. En Chile la tolerancia a la manifestación pública es por lo menos escasa: donde un colectivo social se moviliza, los carabineros reprimen con lo que tienen. No entendíamos por qué esa ruta, ese corte, se desarrollaba casi como si fuera en la Argentina. Cuando después de una larga espera nos hicieron avanzar en fila india por una vía de la autopista, vimos a los manifestantes: eran camionetas cuatro por cuatro, camiones nuevísimos, autos importados. Era gente rubia. Eran, claramente, lo que en Chile se llamó en años de Salvador Allende, “momios”. Gente de una derecha neoliberal clásica, gente que votó a Sebastián Piñera y seguiría votándolo.

Más tarde, en los faldeos del volcán Osorno, supimos de qué se trataba. El día anterior, unos 300 kilómetros hacia el norte, en un campo de Vilcún, zona rural de la región de La Araucanía, un atentado incendiario había quemado una “casa patronal” con sus dueños adentro. Víctimas de las llamas había muerto el matrimonio descendiente de colonos suizos formado por Werner Luchsinger y su esposa Vivianne McKay: eran familiares de otro Luchsinger, Jorge, en cuyo fundo hacía exactos tres años un carabinero mató por la espalda a un joven mapuche, Matías Catrileo, un crimen impune de una lista de víctimas del estado chileno. Aquella muerte no había producido gran escándalo, pero estas otras de pronto conmovían al país. Los atacantes habían sido encapuchados. Por la noche cortaron los alambres de púa que rodean el campo y entraron armados a la casa. La fiscalía que investiga el caso había pasado a los medios la grabación de un llamado espeluznante: era Vivianne, de 72 años, que llamaba al número de emergencia de carabineros. Allí, la mujer desesperada, sollozando, dice que su marido está herido, que le gritan “weón, te vamos a matar” y que quieren quemarlo todo. El oficial que la atiende parece tener problemas de comprensión; le pregunta tres veces por su ubicación. Demora lo indecible. Al final se escuchan disparos. El llamado se corta. 

Vivianne también había alcanzado a llamar a su hijo Jorge Andrés, que vive a unos dos kilómetros del fundo paterno, en otro campo de los cinco que la familia Luchsinger posee en la zona. El hijo solo escuchó que su madre pedía ayuda y que habían golpeado a su padre. Cada verano en enero los Luchsinger toman cuidados especiales por las protestas que se hacen en memoria de Matías Catrileo. Siempre remieron una venganza, dicen. Pero Werner era de los que menos ocnflictos tenia con los mapuches y por eso siempre se negó a pedir custodia policial, como en otros fundos de la familia. Jorge Andrés lo sabía, y por eso corrió en una camioneta, alertó a otros familiares y en siete minutos estaba en la casa, que ya ardía. Los buscó; sacó un armario, un vehículo, pero sus padres no contestaron. Tanto los llamó a los gritos que creyó que habían escapado, que estaban en el monte. Cuando llegó la policía los buscó en los alrededores. La casa iba convirtiéndose en cenizas. Fue tarde cuando concluyó que estaban adentro. Al amanecer solo quedaba la chimenea, y en el cuarto del segundo piso los restos calcinados de los dos y el arma calibre 22 con la que se defendió Werner. Esa misma noche a más de un kilómetro carabineros detuvo a un hombre. Según los policías chilenos iba herido en la espalda, pero con un perdigonazo. Es hoy el único detenido en la causa y es mapuche, no cualquier Mapuche, un machi de la comunidad, un hombre con conocimientos para curar: se llama Celestino Córdoba.

A Celestino ya le dictaron la preventiva: le aplican una ley de Pinochet, la ley antiterrorista. Y a su detención y el incendio le siguieron una serie de allanamientos feroces contra las comunidades, que denuncian la militarización de la zona. En Chile la ley antiterrorista de la dictadura es hace años de aplicación casi exclusiva a los mapuches: unos 140 jóvenes han sido procesados en el marco de esa ley que limita los controles de la justicia y permite violaciones a los derechos humanos denunciadas en organismos internacionales sin resultados. Las comunidades de la Araucanía ven en el caso Luchsinger un complot, y así lo han denunciado. Frente a la casa de Celestino, su familia y las autoridades de su comunidad, dijeron hace cinco días que creen que fue la propia policía la que lo hirió.

Entre los mapuches presos hoy, hay dos hermanos del werken Jorge Huenchullán, de la comunidad de Temucuicui. Enclavada en la zona en la que hasta 1874 resistió el último de los grandes caciques que combatió la embestida de los militares chilenos, Quilapán, es un grupo de familias con linaje de guerreros. Jorge Huenchullán habla con pausa y control totémico y repasa su historia detenido en los terribles años de lo que el estado de Chile llamó la “pacificación de la araucanía”, el eufemismo para ocultar los años del despojo de la nación mapuche. Jorge nació en el 76, hijo de Juan Huenchullan Nancucheo y de Ana Cayul Queipul. Su primer apellido significa hombre de joyas, u hombre de oro. Su familia fue rica hasta hace 130 años, y amiga de la familia de Quilapán. Entre sus nueve hermanos, entre sus muchos tíos, entre sus abuelos, a los que escuchó contar el saqueo, la quema de las rucas mapuches, el robo del ganado, la muerte de miles, está presente. Entre los mapuches chilenos la guerra no cesó: cuando hablan de los muertos contemporáneos –Matías Catrileo, por ejemplo-- no distinguen de los muertos del siglo XIX. Quizás tenga que ver con una concepción del tiempo distinta a la del criollo europeo que colonizó y mató: para los mapuches el tiempo no es unidireccional, es birideccional, el futuro puede estar atrás y el pasado adelante; y al revés.

En ese sentido el fuego parece un símbolo, o lo es. Lo cierto es que si revisamos los libros serios sobre el tema, por ejemplo uno de los más documentados que es la Historia del pueblo mapuche (1985), de José Bengoa, podemos leer sobre cómo el fuego fue llevado por el colonizador y el militar al sur del Bio Bio, porque de esa manera acorralaban a las familias hacia los cerros y dejaban libre las tierras para la ocupación. No solo se quemaban las casas sino los depósitos de trigo. Para Bengoa, que revisó los diarios de la época y los partes de guerra de Cornelio Saavedra, al mando del saqueo, fueron al menos dos mil las rucas quemadas, y miles de miles las cabezas de ganado y de caballos robadas. Jorge Huenchullán, y sus contemporáneos, no necesitan ir a la bibliografía para saber lo que ha pasado: las familias de Temucuicui como la suya, como los los Huentecul, los Namuncura, los Ñancucheo, los Calhueque, los Coñomil, los Huaiquil, los Calfucoy pelearon en esa guerra, y son sus abuelos los que en mapundungun les han transmitido de qué forma se les negó la condición de Mapuche. “Fueron obligados a ser chilenos al punto de que no se podían hacer las ceremonias espirituales mapuches”, dice el werkén.

Huenchullán tenía 20 años en octubre de 1985 cuando se tomaron por primera vez unas tierras en manos de una empresa forestal, Mininco. Los desalojaron no la policía, como sucede ahora con los carabineros y sus bombas lacrimógenas, sus perdigones y sus balas de pólvora, sino el ejército, como había ocurrido con sus antepasados. A los dirigentes los llevaron detenidos como prisioneros de guerra. Volvieron a movilizarse en el 90. Y profundizaron entre el 96 y el 98. Eran 120 familias que vivían en una reducción de 220 hectáreas, de las cuales el terreno utilizable era poco. Apenas les alcanzaba para sembrar hortalizas. En el 2002 recuperaron dos mil hectáreas de tierra: hoy tienen 13 hectáres por familia. El dato que marca la historia es enorme; antes de la invasión los mapuches eran dueños de diez millones de hectáreas, de los que les dejaron las peores 500 mil.
                                                                                                     
La muerte del matrimonio Luchsinger-Mackay tiene su revés. Para Huenchullán y la Coordinadora Arauco Malleco, CAM, una organización demonizada por el estado chileno que fue acusada por el fiscal de estar tras el ataque, el gobierno de Sebastián Piñera apuntó a las comunidades para “emprender una verdadera cacería en el pueblo mapuche”. Huenchullán señala como hipótesis un autoatentado que le permita a las empresas forestales y los grandes propietarios de tierras garantizarse que la sociedad chilena desprecie la lucha mapuche y los jueces usen una mano dura extrema a la hora de acusar y encerrar. “En otros casos en los que se ha acusado a nuestros hermanos han quedado en libertad por que las pruebas son inventadas. Lo que está claro es que existe un grupo de paramilitares anti mapuches que han hecho estas cosas para inculpar a las comunidades. Son los mismos que han amenazado de asesinar a los dirigentes, pero la justicia no los investiga y no tiene ninguna intención de someterlos”. El grupo se hace llamar Hernán Trizano. Ha sido bautizado con el nombre de un gendarme que supo coordinar la defensa de las forestales hace un siglo. Lo lidera, dice el werquén, un hombre que revistó como miembro de Patria y Dignidad, el grupo fascista que nació bajo la dictadura, y que se llama Jorge Temer.

La historia de los mapuches chilenos parece estar en el momento del fuego, aunque este no sea el que quemó a los Luchsinger. Y no será un hombre que se apellida Temer el que los frene. Jorge Huenchullán no es solo un werquén, un comunicador de su comunidad. Como muchos otros es un weichafe. Losweichafes son los guerreros que en estos tiempos vienen a suceder a luchadores como Quilamán, el que supo ser íntimo del líder de las pampas, Calfulcurá. “Weichafe –explica—es el joven mapuche que va a salirle frente a la policía o que es el cuidador de la familia, de la cultura, de la costumbre, el cuidado de su propia forma de vida. Ellos son los que llevan la autodefensa de las comunidades. Los weichafes siempre existieron, siempre ejercieron esa convicción de guerrero. Cada niño sabe lo que le depara su cultura y tienen que asumir su condición de mapuches y ejercer la condición de weichafes”. Eso es lo que aún debemos comprender. 

 
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